Las palabras son mágicas, curan, unen, pueden ser imaginadas y se plasman aquí para ser disfrutadas. Deja a tu alma unirse a la mía, recorrer nuevos mundos, inventar nuevos personajes y vivir con ellos las palabras de sus aventuras.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

CAPÍTULO XIX

Encendí la luz de la lamparita que había en mi mesilla de noche y miré el reloj despertador. Eran las seis de la mañana. Fui a la cocina y me preparé un tila doble. Cogí mi móvil y comprobé en la agenda que tenía el número de Rocío. Desde que estuviera en Lisboa sabía que debía llamarla, pero el transcurrir de los acontecimientos no me había dado un momento de respiro para poder llamarla. Lo haría a primera hora de la mañana. Sabía que a Rocío le gustaba madrugar. Solía salir a caminar a primera hora de la mañana, antes de comenzar su trabajo en la consulta. A ella le gustaba despejarse antes de adentrarse en las mentes ajenas. Decía que le permitía despejar la cabeza de cualquier pensamiento que después pudiera distraerla; el paseo le ayudaba a colocar su mente, a ordenar sus quehaceres y, de paso, movía las piernas, lo cual era muy importante teniendo en cuenta el tiempo que pasaba sentada. Si sus costumbres no habían cambiado saldría alrededor de las siete y media. Apuré la tila y fui a cambiarme. Busqué un chándal, unos calcetines de deporte y rescate las zapatillas de deporte del fondo de mi zapatero. La verdad es que no hacía mucho deporte, por no decir que no hacía nada de deporte. Tenía el chándal y las zapatillas para ir al campo o para acompañar a mis hijos a sus actividades. Así no desentonaba en las actividades deportivas. Me recogí el pelo en una coleta de caballo. Me miré al espejo. Hacía mucho tiempo que no me recogía el pelo. A Alan no le gustaba. Solía decirme que le gustaba ver ondear mi melena cuando soplaba el viento y que el pelo recogido me hacía parecer mayor. Esperando a que dieran las siete para llamar a Rocío caí en la cuenta de que no la había avisado para el funeral – homenaje a Alan. Se iba a enfadar conmigo, con toda la razón. A las siete menos cinco no pude esperar más y le di a la tecla de llamar que aparecía bajo su nombre en teléfono móvil.

- ¿Rebeca? – Claramente mi número también aparecía en la pantalla de su teléfono - ¿Qué ocurre? – preguntó alarmada.

Tomé aire y me dispuse a hacerle un resumen con lo más importante que había sucedido.

- Hola Rocío – comencé -. Perdona que te llame a estas horas. Verás… es que… - Las palabras no conseguían recorrer el camino desde mi cerebro a mi boca.- Alan ha muerto Rocío.

- ¿Qué? – el tono de su voz era una mezcla de sorpresa y angustia. Becky, por favor, no puede ser.
- Sí, Rocío. Tengo mucho que contarte. ¿Puedo salir a caminar contigo y charlar?

- ¿Tu quieres caminar? – Ahora su tono era solo de sorpresa. Rocío me conocía bien.- Podemos tomar café si lo prefieres. No me pasará nada porque no camine un día.

- No, Rocío, no me importa caminar. Seguramente hasta me vendrá bien.- Le contesté.

- Bien. De todas formas, hoy tengo la mañana libre. Luego podemos desayunar juntas y pasar algo más de tiempo, si quieres.

- Te lo agradezco de veras Rocío. Estoy en tu casa en treinta minutos.-dije calculando lo que tardaría andando desde mi casa.

- Muy bien. Te espero en la puerta.- Dijo a modo de despedida y colgó el teléfono.

Escribí una nota para mi madre diciéndole donde estaba y recordándole mi número de móvil por si me tenía que llamar. Cogí una cazadora fina y de corte deportivo de color morado del armario que teníamos en la entrada y salí de casa. Por el camino intenté ordenar los acontecimientos en mi cabeza. Desde aquella llamada de Alan en la que parecía que me pedía permiso para salir a tomar algo con sus compañeros hasta el funeral que había organizado, mejor dicho, que había dejado que el jefe de Alan organizara, y donde ví a aquellos hombres tan extraños. . Llegué antes de lo que esperaba a casa de Rocío y me senté en la escalinata de la entrada a esperarla. Rocío vivía en una casa unifamiliar muy bonita, de color rojo teja y vallas blancas. Tenía un terrenito detrás donde Rocío había plantado un pequeño huerto, que era su orgullo y mayor entretenimiento. Vivía sola desde que su marido había fallecido hacía unos diez años y sus tres hijos se habían independizado. Tenía la consulta en la planta de abajo, con una entrada independiente y su hogar en la segunda. Podía recorrer ambas plantas con los ojos cerrados. Las conocía a la perfección gracias a los años que estuve visitándolas. A Rocío le encantaba decorar su casa con artilugios extraños que había ido encontrando en los lugares más recónditos del mundo o en los mercadillos más estrafalarios. Le gustaba viajar y perderse por la geografía mundial y cuando volvía siempre me dejaba boquiabierta con los relatos de lo que había conocido y vivido. Sentada en las escaleras de la entrada de su casa recordé una vez que me habló de su viaje al Tíbet. Había estado en Barkhor, el mercado cercano al templo de Jokhang, el monasterio budista más famoso de Lhasa. Le había encantado el Tíbet, de hecho aun seguía en su mente el irse una buena temporada allí y aprender algo más de los monjes budistas. Del circuito de peregrinación que era el Barkhor había traído una gema rarísima de color añil y un botecito redondo y bajo de cristal con pelo humano. No me dijo de quién era, pero intuí que de alguna celebridad tibetana. 
Al cabo de un par de minutos sentí que alguien se acercaba. Tal vez Rocío había intuido que llegaría antes de tiempo y salía ya. La puerta se abrió y giré la cabeza esperando encontrármela . Pero lo primero que vieron mis ojos fueron unos zapatos claramente masculinos, concretamente unos Fratelli Rossetti, de piel, estilo Oxford  y de color negro. Los conocía bien porque le había regalado un par a Alan en su último cumpleaños. Los había encontrado a muy buen precio en una página de internet y le hizo muchísima ilusión recibirlos. Era un hombre coqueto en el fondo.

Levanté la vista lentamente mientras por mi mente se dibujaban unas cuántas hipótesis sobre quién podía ser aquel hombre. La que iba en primer lugar era, sin duda, que sería algún ligue de Rocío. Mi supervisora era una mujer de cierta edad, pero que aun conservaba su belleza. Era delgada y esbelta y una tez sin arrugas y una mirada cautivadora hacían que fuera difícil descubrir su verdadera edad. Edad que yo, en una reunión de antiguas alumnas de la universidad, había descubierto sin querer. Rocío rondaba los sesenta, pero no aparentaba más de cincuenta. Mi mente sonreía ante la idea de que Rocío pudiera tener un affaire cuando mis ojos se toparon con los de él.

-      ¡Señor Ockham! – grité sorprendida.

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