Soy una persona
normal. Tan normal como la mayoría de las personas que vemos por la calle. O
sea, nada normal. Porque, ¿se han fijado alguna vez lo poco normales que somos
los seres humanos? Nos pasamos la vida intentando hacer lo que es normal. Lo
que nos iguala, a veces lo que nos distingue, por lo que es fácil pensar que de
normales tenemos poco.
Me llamó Rebeca
Marfen, aunque todos mis amigos y seres queridos me llaman Becky. No es que me
importe mucho, pero ese era el nombre con el que me llamaban de niña y, a veces
pienso que algunas personas de mi entorno se quedaron con Becky y no
evolucionaron con Rebeca. Aun así me agrada, porque denota cariño y cercanía.
Digo que soy
normal porque en realidad mi existencia no tiene nada de particular comparada
con la de tantos millones de personas del mundo rico. Vivo en Europa. Soy una
mujer de treinta y tantos años, casada, con dos hijos, una hipoteca sobre
nuestra casa, a la que le quedan muchos años por pagar, y un pequeño trabajo en
el sector independiente que hace que la vida de mi familia sea un poquito más
holgada. Voy a comprar con mi marido los viernes por la tarde al salir del
trabajo, y los fines de semana voy al parque con mis hijos. Me gusta verlos
disfrutar como si el tiempo no fuera importante. Eso tiene la infancia. Todo
parece ir con suma lentitud, parece que nunca van a llegar las cosas, que nunca
llegará el primer día de colegio, o tu cumpleaños…
Mi marido
trabaja en un banco, es el director de su sucursal, lo cual es bueno y es malo.
Bueno porque su sueldo es bueno, malo porque tiene muchas responsabilidades,
pero él hace que todo sea fácil y lo lleva con elegancia. Alan era de origen
francés. Su padre emigró cuando era muy joven; encontró un trabajo y conoció a
la que, según palabras textuales, era la mujer de su vida, de esta vida y de
todas las venideras si es que eso era posible. La madre de Alan murió cuando él
aun era un niño. Nadie sabe bien qué pasó. Cuando Antonio, el padre de Alan,
llegó de trabajar se la encontró plácidamente echada en la cama. Parecía
dormida, con su rostro casi sonriente, luminoso y cálido. Hacía poco que su
corazón se había parado. Nadie entendió qué es lo que había ocurrido para que
ella estuviese en la cama. Catherine era una mujer tranquila pero
increíblemente activa. Nunca se acostaba por el día, ni siquiera se sentaba,
más que para comer junto a su familia. Atendía su casa, a su marido, a Alan y a
su pequeña hermana Cristine; dos días a la semana acudía, junto con dos buenas
amigas, a un hogar de ancianos. Allí hacían talleres con los ancianos,
charlaban con ellos e incluso ayudaban a las señoras a arreglarse el pelo y las
uñas. Y todo siempre con una agradable sonrisa en su rostro. Según decían todos
los que la habían conocido transmitía serenidad el mero hecho de estar en su
compañía. La verdad es que me hubiera gustado conocerla, aunque seguro que no
más que a Alan le hubiera gustado seguir disfrutando de su educación.
Nos conocimos
estudiando en la universidad, otra cosa bastante habitual, nos enamoramos y al
terminar nuestros estudios él encontró trabajo y nos fuimos a vivir juntos. No
es que no me enamorara perdidamente, solo que ya no lo recuerdo. Hace demasiado
tiempo. Nos queremos, eso es seguro, y nos entendemos a la perfección. Diría
que casi somos capaces de leer el uno la mente del otro. Esto es importante en
la convivencia y en la educación para nuestros dos retoños, los cuales se
empeñan una y otra vez en ponernos a prueba.
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