Las palabras son mágicas, curan, unen, pueden ser imaginadas y se plasman aquí para ser disfrutadas. Deja a tu alma unirse a la mía, recorrer nuevos mundos, inventar nuevos personajes y vivir con ellos las palabras de sus aventuras.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

CAPÍTULO II


Tengo una pequeña consulta privada como psicóloga en un barrio cerca del centro de la ciudad. Nunca me gustó llamar la atención ni que mis pacientes la llamaran (a ellos seguro que tampoco), así que en portal no hay placa que rece con mi nombre ni tampoco la hay en la puerta de acceso a la consulta. Es un lugar pequeño pero acogedor, con los suelos de madera color avellana, las cortinas de un suave lino beige colgando de una barra de madera fina color caoba. La persona que me ayudó a decorarlo entendió a la perfección mi sentido de la comodidad y del confort. Un espacio cálido, que no estuviera en absoluto recargado, en el que cada persona sintiera un espacio a su alrededor, el suficiente para no sentirse agobiado y a la vez para poder sentirse protegido. Un lugar en que uno pudiera dejar todos sus sentimientos, desde el más preciado hasta el más repudiado, sabiendo que quedarían allí, guardados y resguardados de la intemperie, de la aplastante realidad. Dispone de una pequeña sala independiente donde los pacientes pueden esperar si han llegado demasiado temprano. Está amueblada en los mismos tonos que el resto y dispone de una pequeña mesa de centro con unas cuantas revistas, casi siempre atrasadas porque no suelo leer prensa rosa (ni de ningún otro color, la verdad) y a menudo olvido comprar nuevos números, un pequeño sofá biplaza de cuero blanco. Suele sonar alguna pieza de música clásica en un tono apenas perceptible pero lo suficientemente alto como para envolver la habitación en una ansiada calma. Mi despacho dispone de una mesa, la cual se encuentra casi siempre atestada de cosas en su parte izquierda. Soy una imperdonable desordenada ordenada, si es que se pueden unir ambos términos. Necesito tener ciertas cosas “a mano” y por eso las tengo allí, en un desorden inentendible para cualquiera, menos para mi. Detrás de mi hay un enorme ventanal. Cuando tengo un rato me asomó y dejo volar mi imaginación a través de él. El piso está situado bastante alto respecto al resto de los edificios. La verdad es que es un edificio, que si no fuera por su arquitectura a lo Frank Owen Gehry, resultaría abominable en aquella calle, donde los edificios no tenían más de cuatro plantas. La altura me regala unas vistas impresionantes del valle que rodea la ciudad. Imagino perdiéndome por la montaña en un paseo interminable mientras el sol se cuela entre los árboles. Soy capaz casi hasta de oler la fragancia de sus flores, de la hierba mojada por la reciente lluvia. Mi sillón, de cuero marrón chocolate, hace juego con las dos pequeñas butacas que se encuentran al otro lado de la mesa. Las paredes se adornan con dos pequeños cuadros que me regaló una buena amiga, pintora de profesión, cuyo tema fetiche son las flores. En uno de ellos se ve un campo de girasoles a lo lejos, mientras en el frente se ve un carro tirado por dos bonitos caballos blancos y conducido por un apuesto agricultor; en el otro se ve un inmenso campo de amapolas rojas. Es tan luminoso que, aunque el sol no aparece en él, no cabe duda de que está ahí. Me gusta mi despacho; es una extensión de mí y de cómo me gusta sentirme, aunque no siempre lo consiga.

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