Desde que nacieron
mis hijos tengo escasas ocasiones de escaparme allí a otra cosa que no sea
trabajar. Pero antes de su nacimiento lo hacía. Es el lugar donde puedo pensar
con claridad, donde puedo distanciarme de las cosas y decidir sin sentirme
presionada. Cuando murió mi padre sentí tanta pena que no había lugar en el
universo donde pudiera refugiarme. Mi marido me cogió de la mano y me condujo
hasta mi despacho.
- Aquí estarás
bien – me dijo – Aquí puedes llorar. Traeré café caliente y algo de comer un
poco más tarde.
Al cabo de dos
horas apareció con café, croissants, una manta y una almohada. Pasé allí dos
días. Después, salí recuperada, asumí el dolor y aprendí a vivir sin él.
Siempre he
pensado que llegará un momento en el que pueda retomar mis viejas costumbres,
que nuestros hijos ya no necesiten que su padre y yo estemos tan dedicados a
sus necesidades. A mi marido y a mi nos gusta pasar tiempo juntos en casa.
Cocinando juntos, más bien él cocina y yo el hago de pinche, pero es divertido
y gratificante; y también salir a tomar una cerveza a alguno de nuestros
lugares preferidos, como el viejo bar situado en una de las calles del barrio
antiguo, donde Samuel nos atiende con tanta amabilidad siempre que vamos. El
bar de Samuel, el Viejo Tren se llama, es el lugar más viejo que yo haya visto
jamás en cuestión de locales. Parece que se fuera a caer de un momento a otro
y, sin embargo, es un lugar acogedor, tranquilo, discreto y muy limpio. Nos
gusta ver películas acurrucados en el sofá más pequeño y haciendo equilibrios
con un bol de palomitas y unas coca colas apoyadas en la mesa y casi siempre
difíciles de alcanzar.
Lo mío es una
existencia de lo más normal. De lo más normal si no fuera por lo que me ocurrió
hace unos meses. Algo que estuvo a punto de volverme loca, o más loca aun.
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