Las palabras son mágicas, curan, unen, pueden ser imaginadas y se plasman aquí para ser disfrutadas. Deja a tu alma unirse a la mía, recorrer nuevos mundos, inventar nuevos personajes y vivir con ellos las palabras de sus aventuras.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

LA MEMORIA PERDIDA

Me desperté aquella mañana con la sensación de algo pastoso y caliente en la boca. Miré a mi alrededor. Era mi habitación, de eso no cabía duda. Miré la hora en el teléfono móvil ¡Dios mío! Di un bote en la cama.¡ Ya eran las tres! Me levanté rápidamente de la cama, me dirigí al baño y me di una buena ducha. Necesitaba despejarme. ¿Qué había ocurrido la noche anterior? 


Repasé en mi mente mientras me caía el agua por la cabeza: había estado con mi buen amigo Jean cenando. Jean era de origen francés y de ideas algo extravagantes. Siempre estaba proponiendo viajes imposibles a lugares en guerra o con conflictos armados, cuando no a algún país tercermundista con algún proyecto de educación, medicinas, agua potable... Para eso habíamos ido a cenar. Finalmente otro par de amigos y yo nos habíamos decidido a apoyar a Jean en una de sus ideas. Parecía la menos alocada y llevaríamos a Mozambique algo de esperanza. Se trataba de enseñar a unos poblados que se encontraban aislados a sacar agua y potabilizarla. Habíamos conseguido que una empresa española, la nuestra, donde trabajamos actualmente, donara algunas máquinas y diera carta verde a tres de sus trabajadores para llevar a cabo este proyecto durante un año. Al cabo de ese año volveríamos a nuestros puestos de trabajo con la satisfacción de haber puesto nuestro granito de arena al desarrollo del tercer mundo. 

Cenamos en Maximine´s, un restaurante de comida francesa al que nos solía llevar Jean porque allí tenía un trato especial: el que le daba Maximine, la dueña y madre de Jean. Nos daba siempre una mesa en un pequeño pero acogedor reservado decorado en tonos azules y amarillos y nos servía el doble de las raciones correspondientes de cada plato. 

Salí de la ducha y cogí el albornoz para secarme. Me quité la humedad del pelo con una toalla y dejé que se secara al aire. 

Recuerdo haber llegado al restaurante tarde, como casi siempre. Cuando entré el maître me señaló el reservado y asintió con la cabeza para contestar a mi no formulada pregunta sobre si habían llegado. Cuando entré en el reservado mis amigos ya se encontraban allí tomando una copa de vino. Ya habían elegido lo que íbamos a cenar. Conocían de sobra mis gustos y, además, mi tardanza me hacía perder el derecho a protesta. Aun así habían acertado de lleno. Una ensalada de langostinos con queso cheddar para empezar. Me encantaba tomarla, sobre todo cuando había sido un duro día de trabajo, y ese lo había sido sin duda. De segundo un bistec al foie. Estuvimos conversando un rato sobre el tiempo, la crisis mundial y la gripe porcina. De eso me acordaba porque Claudio había empezado a hacer el tonto con la copa de vino poniéndosela a modo de mascarilla y diciendo que a él no le pegarían la tal gripe porque pensaba estar tan borracho que los virus morirían nada más entrar en contacto con las células de su cuerpo. Claudio siempre lo arreglaba todo con un buen vino. No sé cómo se las iba a ingeniar en África. Después Jean sacó un planning de lo que nos quedaba por hacer y repartimos las tareas. Solo quedaba Leia por recoger el pasaporte y el visado. Ya nos habíamos vacunado de todo lo vacunable, o eso me parecía a mi y habíamos creado una web para poder comunicarnos, o comunicar a España, a través de un satélite. En fin, estábamos preparados. Después… después… vaya, no recordaba nada después de que Jean sacara el planning. Vamos, vamos, me repetía a mi misma, piensa, recuerda. ¿Qué hicimos anoche? 

- Vamos Celia piensa - me dije. 

Solo unos pocos fogonazos cruzaban por mi mente. Debía vestirme e ir a trabajar o me despedirían antes de poder iniciar nuestro proyecto. Mis turnos de trabajo estaban un poco desordenados últimamente debido a que había cambiado el mío, habitualmente de mañana, con un compañero para poder quedar con Jean y ultimar algunos detalles. Escogí una falda negra larga y una camisa blanca con las mangas francesas de mi vestidor, Me calcé las sandalias blancas de tiras y cogí un gran bolso negro adornado con pequeñas flores en blanco. Metí dentro mi cartera, el teléfono móvil, un par de compresas (nunca se sabe), un perfumador con un poco de mi perfume favorito, un paquete de pañuelos de papel, las llaves de casa, las de la oficina, las del coche… Mi precioso coche, mi recién adquirido Alfa Romeo 147 rojo debía quedarse en España esperándome. Me encantaba mi coche. Me había costado mucho conseguirlo, mucho era lo que había tenido que ahorrar y después esperar porque lo quería con una serie de extras concretos. Mi padre se haría cargo de pasearlo de vez en cuando y cuidar de él. Busque mis gafas de sol y salí por la puerta. Al tomar el ascensor me sentí rara. Había una extraña quietud en el edificio donde vivía. Normalmente a esas horas mis vecinos de abajo llegaban de su trabajo con sus hijos a los que acababan de recoger del colegio, donde comían. No me imaginaba aun con niños, aunque sabía con certeza que algún día los tendría porque me encantaban los niños. Lo que ocurría es que aun no había encontrado con quien tenerlos. Y eso era un handicap muy grande, desde luego. Tenía 27 años y pensaba que aun me quedaba un tiempo para empezar a agobiarme con el reloj biológico y todo eso. Lo que más me preocupaba era el no haber encontrado a alguien con quien me apeteciera pasar el resto de mi vida o, al menos, una gran parte de ese resto. Me sentía a gusto con mis amigos, pero a ninguno lo consideraba un candidato apto para ser mi amante, mi pareja, mi media naranja. Aunque como amigos no tenían comparación, eso estaba claro. Cada vez que reflexionaba sobre mi vida sentimental me daban ganas de llorar. Como siguiera así, debería visitar a un loquero porque lo mío no era normal. ¿Es que no iba a haber ningún hombre que entrara en mi definición de pareja ideal? Desde luego, si no lo había, tenía claro que el problema era mío. Tampoco es que hiciera mucha vida social sin mis amigos, igual eso no me estaba ayudando. Mis compañeros de trabajo no eran de mi edad; la mayoría, más bien, podrían ser mis padres y aunque me trataban estupendamente nunca me sentí atraída por ninguno, y no es que me faltara oportunidad porque alguno si había dejado caer que no le hubiera importado visitar mi casa, y mi cama, en alguna ocasión. 

Bajé hasta el garaje y me dirigí a mi plaza donde estaba mi flamante… ¿dónde demonios estaba mi coche? Ayer fui en taxi a trabajar, de eso estaba segura, porque después iba a la cena con mis colegas y sabía que tomaría vino. Decidí llamar a mi padre. Ya le había dado una copia de las llaves del coche y tal vez lo había cogido él. No entendía desde luego la razón, pero no se me ocurría otra explicación. 

Marqué su número y esperé. Al segundo tono mi padre contestó. 

- ¡Hola cariño! – dijo con un marcado entusiasmo - ¿Dónde estás? 

- Hola papá – contesté – iba de camino al trabajo pero el coche no está en mi plaza de aparcamiento. ¿Lo has cogido tu para algo? 

- ¡Oh cariño! Será mejor que vengas a casa. Tenemos que hablar. No te preocupes por el coche. Lo tengo yo. 

- No puedo ir ahora papá. He de ir a trabajar. ¿Por qué no me has dicho que cogías el coche? Y… 

Papá me interrumpió 

- Perdona cariño. Creo que ya es momento de explicarte algunas cosas. No tienes que ir a trabajar. Estás de baja ¿recuerdas? 

- ¿De baja? – contesté más que sorprendida; yo jamás había cogido una baja – Pero qué dices ¿me estás gastando una broma, papá? 

- No es ninguna broma Celia. Ven a casa ahora mismo. – su tono ya no era cariñoso, sino firme y serio – Debemos hablar. 

- Está bien – respondía preocupándome a cada instante – Deja que avise en el trabajo y cogeré un taxi hasta casa. 

- No hace falta que llames al trabajo Celia. Si lo haces va a resultar extraño ¿no crees? Te prometo que estás de baja. Lo estás desde que volviste de Mozambique. 

Mi cabeza empezó a dar vueltas. ¿Cómo desde que volví de Mozambique? Aun no me había ido. 

Salí por la puerta del edificio con la cabeza dándome vueltas. Había una parada de taxi en la esquina de la acera de enfrente. Crucé sin mirar porque por aquella calle a penas había tráfico, no como en la que se encontraba la parada, ya que en ella había un gimnasio y una piscina climatizada y los usuarios buscaban aparcamiento lo más cerca posible. En mi calle no había plazas de aparcamiento porque el poco espacio que había estaba ocupado con las grandes puertas de los garajes de cada edificio y al final de la calle había un hermoso parque: hermoso porque era precioso, sobre todo en primavera, y hermoso porque era de unas dimensiones espectaculares. Ocupaba prácticamente el lateral de los límites del barrio, o sea, que un lado del barrio era todo parque y yo tenía el acceso a él casi en la puerta de mi casa. Solía salir a correr por él muchas mañanas y hacía algunos circuitos de gimnasia que había ya preparados. Subí al asiento de atrás del primer taxi de la fila de cinco que había esperando clientes. Y me quedé allí sentada, sentada y callada durante unos minutos, hasta que el conductor muy amablemente me preguntó si me encontraba bien. 

- Señorita, ¿está usted bien? – repetía con casi medio cuerpo ya en la parte de atrás el vehículo- Mire que me está asustando. ¿Quiere que la lleve a algún sitio? ¿Quiere usted que llame a alguien? 

Salí de mi ensimismamiento de repente. 

- Lo siento, discúlpeme. Estaba… - rápido, me dije, encuentra las palabras – pensando demasiado concentrada. Sí, por favor, lléveme a la calle del Águila número 25. Gracias y perdone de nuevo. 

El conductor apreció aliviado al ver que hablaba perfectamente y había dejado de parecer una loca.

- Muy bien, a la calle Águila número 25. 

Puso el taxímetro en marcha y se incorporó al tráfico de la ciudad. Por el camino hice verdadero esfuerzos por no volver a evadirme. Deseaba llegar a casa de mis padres cuanto antes porque me estaba resultando realmente difícil no pensar que me estaba volviendo loca.



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