Pitágoras dijo: “educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres”.
La infancia debe ser una etapa bonita, armoniosa, en la que los niños deben crecer y aprender a madurar, ser educados por los padres y disfrutar de las experiencias vitales que se les brinden, experiencias que nutrirán después su vida posterior. Como padres queremos para ellos lo mejor, les damos nuestro amor, nuestro apoyo, ponemos a su disposición toda nuestra paciencia y nuestro saber hacer. Pero la educación es algo más que amor, ternura, apoyo, comprensión, estímulo y paciencia. La educación implica también establecer unos límites claros y enseñar a ser independiente. Encontrar a veces el equilibrio entre lo que debemos dar y lo que no, lo que debemos permitir y lo que no, es difícil. Los límites son medios de ayuda, pilares importantes para limitar el terreno de juego, para que el niño pueda moverse en él de una forma segura y protegida.
A veces los padres nos podemos sentir impotentes, frustrados e impacientes con el desarrollo de nuestros hijos; sentimientos todos que pueden convivir perfectamente con el amor, la ilusión, la admiración por las habilidades que van mostrando. Solemos decir que los niños no vienen con un manual de instrucciones, y es cierto. Decimos que nadie nace enseñado, y también es cierto. Cada padre y cada madre educará a sus hijos desde el amor, sí, pero también desde la influencia que cada uno ha recibido de su entorno, de sus vivencias y, como no, de sus propios padres; de cómo fueron amados, limitados, educados.
Aprender a reconocer que los hijos no son perfectos, que no son exactamente cómo habíamos soñado también es difícil, pero necesario. No hay nadie perfecto y reconocer esto del proyecto más importante de nuestra vida, nuestros hijos, es harto difícil, pero a la vez necesario. Necesario para poder favorecer aquellas actitudes y aptitudes positivas que harán de ellos personas educadas, respetuosas y con objetivos reales en la vida. En definitiva, aprender a valorar lo bueno que tienen nuestros hijos, y enseñarles a aceptar lo no tan bueno, ayudándoles a reconducir sus habilidades, es lo que hará de ellos personas completas en el futuro.
El desarrollo infantil es un proceso dinámico, sumamente complejo, que se sustenta en la evolución biológica, psicológica y social. Los primeros años de vida constituyen una etapa de la existencia especialmente crítica ya que en ella se van a configurar las habilidades perceptivas, motrices, cognitivas, lingüísticas, afectivas y sociales que posibilitarán una equilibrada interacción con el mundo externo. A veces nos enfrentamos a problemas y dificultades muy serias en las que una detección temprana es fundamental para conseguir el mejor desarrollo posible del niño.
Ser el mejor padre/madre no es fácil y, sobre todo, no debe ser el objetivo; ser lo suficientemente bueno, emulando el pensamiento de Winnicott, es la meta.
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