Las palabras son mágicas, curan, unen, pueden ser imaginadas y se plasman aquí para ser disfrutadas. Deja a tu alma unirse a la mía, recorrer nuevos mundos, inventar nuevos personajes y vivir con ellos las palabras de sus aventuras.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

CAPÍTULO IX


Después de unos minutos intenté serenarme. Me lavé la cara con agua fría, me sequé el pelo, me puse un cómodo chándal y bajé las escaleras dispuesta a hablar con mi madre y los niños.
- ¿Qué pasa? – me preguntó mi madre según bajaba las escaleras. Ella siempre tan intuitiva, me dije. – Los niños se han ido con la piragua al pantano. Ha sido idea mía – dijo sin dejarme abrir la boca para protestar- Quizá he hecho mal, pero creo que algo sucede, ¿no es así?
¡Dios mío! Que poco me gustaba que los niños fueran solos al pantano a montar en piragua. Era un miedo absurdo basado en la cantidad de historias macabras, y seguramente falsas, que había oído en mi niñez sobre ese pantano. Aun así en aquel momento agradecí que mi madre les hubiera sugerido que se marcharan.
- Sí, algo sucede, mamá – fue todo lo que pude decir y rompí a llorar.
Mi madre me rodeó con sus brazos consolándome, tal y como solía hacer cuando era niña y sentía que algo injusto me había sucedido. Me rodeaba con sus brazos y yo lloraba en su regazo hasta hartarme. Era como dejarle a ella mi llanto y mi angustia. Cuando terminaba me sentía liberada, como si la bola de angustia hubiera salido de mí a través de mis lagrimales y se hubiera quedado esparramada en su camisa.
- ¡Háblame! – me ordenó. Se estaba asustando. Una cosa es que llorara de niña desconsoladamente y otra a mis treinta y tantos.
Me separé un poco de ella e intenté serenarme. La bola de angustia no se había quedado en su bata. Seguía allí, dentro de mí, avanzando a sus anchas. Pronto la tendría extendida por todo el cuerpo y me paralizaría, seguro.
- Es Alan – conseguí decir – Me han llamado que ha habido un accidente en hotel y… - rompí a llorar de nuevo.
- No, Becky, por favor, dime que Alan está bien. – Mi madre adoraba a Alan. Siempre le había parecido lo mejor que había podido encontrarme en la vida. Para ella era trabajador, caballeroso, responsable, cariñoso, buen marido y, después,  buen padre. En realidad era cierto, Alan era todas esas cosas y también un cabezota de cuidado, pero ¿quien es perfecto?  Ahora me parecía que sus defectos no existían, que mi marido era, había sido, el reflejo de la perfección.
No era capaz de decir nada. Mi madre me miraba con los ojos desorbitados, interpretando mi silencio. Mis lágrimas seguían el curso de mis mejillas, bajaban por mi cuello, se colaban por el escote de la camiseta. No podía parar. Entonces los ojos de mi madre se inundaron de lágrimas también. Era un llorar silencioso, con el nudo en la garganta contenido. Solo había visto llorar a mi madre en dos ocasiones: cuando murió mi padre y ahora. Era una mujer de carácter fuerte y emociones contenidas, sobre todo las que denotaban dolor. Me abrazó. Me abrazó como cuando era niña, pero esta vez le devolví el abrazo. La estreché contra mí como si fuera a marcharse y no volviera a verla nunca más. Como habría abrazado a Alan si hubiera tenido la oportunidad. Me sentía en una nube, pero  en una oscura y gris, de esas que traen una gran tormenta. Después de un rato solté a mi madre que seguía llorando abatida. La llevé hasta el sofá y le ayudé a sentarse. Me sequé las lágrimas con los puños de las mangas y puse mi cabeza en funcionamiento. Los niños estaban montando en piragua, así que aun teníamos al menos una hora para organizarnos.
- Mamá – dije casi en un susurro – Mamá- repetí un poco más alto-. ¡Mamá!
Tuve que elevar la voz para sacar a mi madre de su ensimismamiento.
- Hija, perdona. Es que no me lo puedo creer, es que parece imposible que ya no… – rompió a llorar de nuevo.
- Mamá, debo ir a Lisboa para hacer la identificación. Mañana vendrán a recogerme.
Mi madre parecía no escucharme.
- Mamá, por favor, te necesito.- Agarré sus manos con las mías y busqué sus ojos llenos de lágrimas.-  Necesito tu entereza. Por favor mamá. Los niños llegarán en un rato y tengo que darles la noticia.
- No se lo digas Becky – suplicó mi madre.
- ¿Cómo no voy a decírselo? – repliqué casi enfadad – ¡Es su padre! Tienen todo el derecho a saber que ya no le volverán a ver.
- No se lo digas – volvió a repetir -. Ve a Lisboa. Averigua qué ha pasado, trae a Alan y después te prometo, te juro, que te ayudaré a decírselo.
- No, mamá…
- Por favor.- repitió ella -. Aún no sabes qué ha ocurrido, ni en que condiciones encontrarás a Alan… - hizo una pausa. Pude notar cómo se le hacía de nuevo el nudo en la garganta.
- Vale mamá, vale – no me quedó más remedio que ceder -. No les diré nada de Alan, pero algo tengo que decirles porque me voy mañana y no se cuándo volveré. Ellos tienen clase y…
- Vale, vale, vale. – Mi madre paró mi creciente verborrea levantando su mano. Esto es lo que vamos a hacer - dijo mientras intentaba con poco éxito secarse las lágrimas -:  yo me iré con los niños mañana después de comer y me quedaré con ellos en vuestra casa hasta que vuelvas, ¿de acuerdo?
- Está bien – dije casi en un susurro. Parecía que me iba apagando.
-  Tu harás una pequeña maleta ahora y cuando vengan los niños les diremos que te vas a atender una emergencia. Me haré la loca ante sus preguntas y ya está.
Era un buen plan. Yo pertenecía a un grupo intervención psicológica en catástrofes y emergencias. No solían llamarme a menudo, pero una excusa perfectamente creíble. Mi madre era una excelente conductora y se llevaba fenomenal con los niños. pasar unos días con ellos no era ningún problema. Había un horario en la puerta del frigorífico con todas sus actividades diarias. Mi madre solo tenía que aguantar el tipo ante las preguntas de mis hijos sobre qué había ocurrido, si yo había llamado, cuándo volvería…

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