Los chicos llegaron
entre risas, empapados hasta los huesos y hambrientos. Les mandé a la ducha y
preparé algo para que cenaran. Desde luego el día se estaba haciendo eterno.
Cuando estuvieron listos y hubieron comido algo me dispuse a contarle la
mentira ardida por mi madre. En un ejercicio de disociación como jamás había
hecho logré convencerles de que no sucedía nada más que lo que les estaba
contando, que no sabía el alcance de la tragedia a la que iba a acudir en
calidad de psicóloga y que la abuela estaba encantada de pasar con ellos el
tiempo que yo estuviera fuera. Pero había una pregunta que no habíamos
previsto:
- Y papá, ¿cuándo llega de Lisboa? ¿no dijo que llegaba el lunes? Si llega el lunes la abuela no tendría que venir y dejar sus clases – dijo Adrian y, no sé porqué, intuí que algo sospechaba.
Mi madre y yo nos miramos. Noté como nuestros pensamientos casi podían comunicarse.
- No sé cuándo vuelve papá exactamente, no está muy claro que hayan resuelto las cuestiones del banco para el lunes. Y, no Adrian, ¿me has oído? – notaba cómo Adrian desconectaba de la conversación al oír mi negativa -. No podéis estar solos ni siquiera un día. ¿Quién comprará, cocinará, os llevará a las actividades si estáis solos? Se perfectamente que podéis quedaros solos en casa, pero estar en casa supone algo más, ¿entiendes cariño? Seguro que papá agradece que esté la abuela mientras yo estoy en fuera.
- Vale, mamá – respondió Adrian de mala gana -. Pero que sepas que aprenderé a cocinar para poder quedarnos solos la próxima vez.
Su comentario arrancó de mis labios una sonrisa. Sabía lo testarudo que podía llegar a ser mi hijo y ya le imaginaba en la cocina con los cuadernos de recetas de su abuela. Mi madre había confeccionado un montón de cuadernos de recetas por categorías: primeros platos, carnes, pescados, etc. Libros que yo heredé, por así decirlo, cuando me casé. La razón fue que no sabía hacer prácticamente nada en la cocina, de lo que echaba la culpa a mi madre, quien siempre priorizó el que yo estudiara por encima del aprendizaje de cualquier tarea doméstica. Así que los primeros años de matrimonio Alan tuvo que probar muchas comidas algo quemadas, o pasadas o poco hechas.
- Bien – concluyó mi madre – Entonces todo el mundo a la cama. Dad un beso a mamá que mañana se irá más temprano que nosotros.
Sara me besó dulcemente en la mejilla y yo le devolví el beso pidiéndole que se portara bien en mi ausencia. Adrian se acercó a mi, me cogió de las manos y muy serio preguntó:
- ¿Va todo bien mamá?- este chico me conoce bien, pensé. ¡Aguanta!
- Sí, cariño, claro. – respondí con gran esfuerzo – Estoy un poco preocupada por lo que me pueda encontrar al llegar a la catástrofe. Solo es eso. En realidad no era del todo una mentira- Pórtate bien y haz caso a la abuela, ¿vale?
- Vale, mamá. No te preocupes – se dio por vencido y me dio el beso.- Buenas noches.
- Buenas noches- le respondí según se daba la vuelta, al borde ya de las lágrimas.
Cuando Adrian desapareció de mi vista me desplomé en el sofá, hundí la cara entre mis manos y rompí a llorar. Mi madre se sentó a mi lado y me abrazó. Lloré durante horas hasta que el cansancio pudo conmigo y me quedé dormida en el sofá. Tuve un dormir atormentado, con sueños macabros en los que aparecían cadáveres calcinados y donde un policía me enseñaba una cabeza totalmente quemada a la que solo le quedaba algo de carne a la altura de las mejillas; cuando me acercaba para comprobar su identidad la cabeza comenzaba a gritar pidiendo socorro, abriendo la mandíbula desmesuradamente, dejando al descubierto todos los dientes. Me desperté bañada en sudor y agitada. Eran las cinco y media. Decidí darme una ducha y desayunar. La maleta estaba allí, abierta. Mi madre debía haber metido mis cosas en ella después de que me quedara dormida. Comprobé que no faltaba nada más que la bolsa de aseo y me fui a duchar. El agua caliente caía por mi rostro y por mi cuerpo e hizo que me encontrara un poco más sosegada. Cuando estaba preparando el desayuno mi madre apareció en la cocina.
- No has dormido bien, ¿verdad? Hablabas en sueños, como cuando eras pequeña – sonrió tiernamente al recordar aquellos años.
- He tenido unas pesadillas horribles.- le contesté al tiempo que le daba un beso- ¿Te preparo un café?
- Si, por favor. Yo tampoco he dormido.
Mientras desayunábamos puse a mi madre al corriente de las actividades de mis hijos, de los exámenes que tenían esa semana y de algunos recados que debía hacer en mi ausencia.
- Intentaré llamar a Isabel antes que ella llame a casa. De todas formas, si llama pídele que me llame al móvil, ¿vale? – le pedía mi madre.
- De acuerdo, hija. No te preocupes por nada. Ahora termina de arreglarte casi es la hora.
- Y papá, ¿cuándo llega de Lisboa? ¿no dijo que llegaba el lunes? Si llega el lunes la abuela no tendría que venir y dejar sus clases – dijo Adrian y, no sé porqué, intuí que algo sospechaba.
Mi madre y yo nos miramos. Noté como nuestros pensamientos casi podían comunicarse.
- No sé cuándo vuelve papá exactamente, no está muy claro que hayan resuelto las cuestiones del banco para el lunes. Y, no Adrian, ¿me has oído? – notaba cómo Adrian desconectaba de la conversación al oír mi negativa -. No podéis estar solos ni siquiera un día. ¿Quién comprará, cocinará, os llevará a las actividades si estáis solos? Se perfectamente que podéis quedaros solos en casa, pero estar en casa supone algo más, ¿entiendes cariño? Seguro que papá agradece que esté la abuela mientras yo estoy en fuera.
- Vale, mamá – respondió Adrian de mala gana -. Pero que sepas que aprenderé a cocinar para poder quedarnos solos la próxima vez.
Su comentario arrancó de mis labios una sonrisa. Sabía lo testarudo que podía llegar a ser mi hijo y ya le imaginaba en la cocina con los cuadernos de recetas de su abuela. Mi madre había confeccionado un montón de cuadernos de recetas por categorías: primeros platos, carnes, pescados, etc. Libros que yo heredé, por así decirlo, cuando me casé. La razón fue que no sabía hacer prácticamente nada en la cocina, de lo que echaba la culpa a mi madre, quien siempre priorizó el que yo estudiara por encima del aprendizaje de cualquier tarea doméstica. Así que los primeros años de matrimonio Alan tuvo que probar muchas comidas algo quemadas, o pasadas o poco hechas.
- Bien – concluyó mi madre – Entonces todo el mundo a la cama. Dad un beso a mamá que mañana se irá más temprano que nosotros.
Sara me besó dulcemente en la mejilla y yo le devolví el beso pidiéndole que se portara bien en mi ausencia. Adrian se acercó a mi, me cogió de las manos y muy serio preguntó:
- ¿Va todo bien mamá?- este chico me conoce bien, pensé. ¡Aguanta!
- Sí, cariño, claro. – respondí con gran esfuerzo – Estoy un poco preocupada por lo que me pueda encontrar al llegar a la catástrofe. Solo es eso. En realidad no era del todo una mentira- Pórtate bien y haz caso a la abuela, ¿vale?
- Vale, mamá. No te preocupes – se dio por vencido y me dio el beso.- Buenas noches.
- Buenas noches- le respondí según se daba la vuelta, al borde ya de las lágrimas.
Cuando Adrian desapareció de mi vista me desplomé en el sofá, hundí la cara entre mis manos y rompí a llorar. Mi madre se sentó a mi lado y me abrazó. Lloré durante horas hasta que el cansancio pudo conmigo y me quedé dormida en el sofá. Tuve un dormir atormentado, con sueños macabros en los que aparecían cadáveres calcinados y donde un policía me enseñaba una cabeza totalmente quemada a la que solo le quedaba algo de carne a la altura de las mejillas; cuando me acercaba para comprobar su identidad la cabeza comenzaba a gritar pidiendo socorro, abriendo la mandíbula desmesuradamente, dejando al descubierto todos los dientes. Me desperté bañada en sudor y agitada. Eran las cinco y media. Decidí darme una ducha y desayunar. La maleta estaba allí, abierta. Mi madre debía haber metido mis cosas en ella después de que me quedara dormida. Comprobé que no faltaba nada más que la bolsa de aseo y me fui a duchar. El agua caliente caía por mi rostro y por mi cuerpo e hizo que me encontrara un poco más sosegada. Cuando estaba preparando el desayuno mi madre apareció en la cocina.
- No has dormido bien, ¿verdad? Hablabas en sueños, como cuando eras pequeña – sonrió tiernamente al recordar aquellos años.
- He tenido unas pesadillas horribles.- le contesté al tiempo que le daba un beso- ¿Te preparo un café?
- Si, por favor. Yo tampoco he dormido.
Mientras desayunábamos puse a mi madre al corriente de las actividades de mis hijos, de los exámenes que tenían esa semana y de algunos recados que debía hacer en mi ausencia.
- Intentaré llamar a Isabel antes que ella llame a casa. De todas formas, si llama pídele que me llame al móvil, ¿vale? – le pedía mi madre.
- De acuerdo, hija. No te preocupes por nada. Ahora termina de arreglarte casi es la hora.
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