El coche era un mercedes último modelo, gris plata con los cristales
tintados. Un amable chófer me saludó cortésmente y me abrió la puerta del
asiento de atrás, donde me deslicé queriendo que los asientos me engulleran. El
viaje duró algo menos de una hora y transcurrió en completo silencio. A mitad
de viaje Henry, como dijo llamarse el chófer cuando se presentó, me preguntó si
necesitaba algo o si quería escuchar algo de música. Le contesté que estaba
bien y que pusiera lo que a él le apeteciera escuchar. Sintonizó un dial de la
radio donde ponían viejas canciones de los años cincuenta. Cuando llegamos al
aeropuerto se despidió de mi igual de amablemente que se había presentado, se
aseguró de que embarca y despareció entre los coches.
El vuelo transcurrió sin incidentes, pero me sentía extraña. Esperaba
encontrarme con las esposas de algunos compañeros de Alan a las que conocía,
pero allí solo estaba yo.
Quizá han preferido no ir – pensé – tampoco es tan extraño Es un momento muy
triste y doloroso, el de la identificación de las víctimas y algunas personas
prefieren evitarlo. Lo sabía por propia experiencia, no la mía afortunadamente,
si no la de otras personas que habían perdido a sus seres queridos en alguna
catástrofe. Había sido cooperante en situaciones de emergencia, como psicóloga
claro. Estuve presente en el 11 – M. Fue horroroso, aniquilador, angustiante;
creo que, con diferencia, la situación más desconsolada que había visto. Por
desgracia estaba viviendo mi propia experiencia de desconsuelo.
Cuando llegué a aeropuerto de Lisboa otro chofer igualmente uniformado y amable
me estaba esperando. Este se presentó como Robert. Todo seguía pareciéndome
irreal y me dio por pensar que no le pegaba el nombre para nada; seguro que era
falso. Me llevó hasta el hotel donde un hombre alto, rubio y de grandes ojos
verdes salió a recibirme. Se presentó como el señor Ockham. Era especialmente
guapo, de facciones angulosas y piel sorprendentemente bronceada para lo rubio
que era. Tenía un poco de flequillo que le caía sobre los ojos, un peinado algo
juvenil, pensé, para un hombre de su edad. Claro que me había hecho a la idea
de que era mayor por la voz tan grave que tenía. Seguramente no pasaría de los
cuarenta.
- Señora Marfen – dijo al tiempo que me ofrecía su mano y me daba un ligero
apretón – siento mucho su pérdida y las circunstancias en las que se está
desarrollando todo, de veras.
- Gracias – le respondí algo seca. Notaba como me iba encendiendo – Ahora me
gustaría que fuera usted más explícito que por teléfono. Comprenderá mi
confusión. He venido hasta aquí sin saber muy bien a qué me enfrento.
- Desde luego. Le explicaré todo, aunque, a lo mejor quiere primero subir a su
habitación y descansar un poco.
Mi cólera iba en aumento. Notaba como la ira subía encendida por mis mejillas y
mis ojos intentaban salirse de sus órbitas.
- ¡No! ¡No quiero descansar, ni subir a la habitación ni nada de nada! –
intenté serenar mi voz y bajar el tono. No quería formar un escándalo en el
hall del hotel - Solo quiero que me explique qué diantres ha pasado con mi
marido. ¿Por qué he venido sola? ¿Dónde están las mujeres de los compañeros de
Alan? ¿Solo he venido yo o es que no han avisado a nadie más? ¿O es que solo ha
muerto Alan?
- Tranquilícese señora y acompáñeme por aquí por favor. No quería ofenderla; mi
intención era ser amable.
Estaba harta de tanta amabilidad, buenas palabras y aparente normalidad que
aquellos tipos le daban a lo que estaba ocurriendo. Estuve a punto de
decírselo, pero logré controlarme y lo dejé en una mueca que expresaba más o
menos lo mismo.
Me dirigió a las escaleras del hotel y descendimos hasta el garaje. Allí nos
esperaba un coche.
Notaba materializarse el enfado dentro de mi. ¿Es que estaba metida en una
película de ciencia ficción o qué? Me metí en el coche después de taladrar a mi
anfitrión con la mirada. Él estaba sosteniéndola caballerosamente esperando a
que yo entrara en el coche. Una vez la hubo cerrado se subió al coche por la
puerta contraria y ordenó al chófer que nos llevara a la calle….
- Entiendo su enojo, señora Sauvent – el baile de apellidos me estaba poniendo
de los nervios.- Perdón – se corrigió – señora Marfen.
- Parece estar muy al corriente de toda mi vida y la de mi marido. Y de los
movimientos que ambos hacemos – le inquirí
- Oh- dijo él agitando la mano en el aire con además de rechazo – No es ningún
misterio. Trabajo para el banco de su marido desde hace más de treinta años y
conozco casi todos los entresijos y comentarios de sus empleados. Es mi trabajo.
¡Treinta años! ¡Venga ya! – pensé– si no tiene más de cuarenta.
- ¿Su trabajo? ¿Me está queriendo decir que su trabajo consiste en husmear en la
vida de los empleados del banco? – lo dije en un tono bastante soez, la verdad
- Sí, es lo que le estoy diciendo. Y, desgraciadamente para usted, es lo único
que le puedo decir de mi trabajo, dadas las circunstancias.
- ¿Cómo “dadas las circunstancias”? – a pesar de su advertencia no me iba a dar
por vencida.
- Hemos llegado – y así zanjó nuestra pequeña conversación.
Bajé del coche con el cabreo creciendo en mi interior. El dolor que yo traía
estaba dejando paso a la guerrera que llevaba dentro. El señor Ockham me
dirigió a un gran edificio. Caballerosamente, como siempre, fue abriendo las
puertas y sosteniéndolas para que yo pasara. Llegamos a un pasillo en el que al
final había un vigilante al que señor Ockham saludo y entregó una tarjeta que
extrajo de su bolsillo. Era el final del pasillo y me pregunté a dónde nos
dirigíamos, pero decidí callar y esperar.
- Buenos días señor – le saludó el vigilante - ¿Quién es su acompañante?
- Es la señora Sauvent. Venimos a identificar los objetos hallados en el hotel.
- Muy bien. Buenos días señora. Adelante – y dicho esto tecleó algo en el
ordenado que reposaba en su mesa y una puerta, en la que yo no había reparado,
se abrió en la pared que había delante de nosotros.
Le devolví el saludo con una inclinación de cabeza al pasar por su lado y seguí
al señor Ockham tras la puerta, que se cerró nada más hube terminado de pasar.
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