- ¿Si? –
respondí ansiosa
- Señora
Marfen, ¿se encuentra usted mejor ahora? – pregunto la misma voz de la llamada
anterior.
- Pues no, la
verdad es que no. Me gustaría saber para empezar quien es usted y dónde está mi
marido, si es que usted lo sabe.
- Soy el señor
Ockham, William Ockham ¿de acuerdo? Le llamo desde Lisboa. Soy el encargado de
avisar a las familias de los congresistas del Banco Central, que se alojaban en
el Hotel Jerónimos Park del estado de sus parientes. La cabeza empezó a
dar vueltas otra vez
- Pero, pero… -
no conseguía hilar dos palabras seguidas – ¿qué es lo que ha ocurrido?
No sabía porqué
empezaba a creer a aquel hombre. Podía ser cualquier majadero. Pero algo me
impulsaba a seguir escuchando y creer su historia.
- ¿Es que no ha
visto las noticias? – preguntó entonces con tono reprobatorio.
Bueno, era fin
de semana, estaba en mi lugar de descanso, con mis hijos, apartados del mundo
real. No habíamos puesto las noticias ni una sola vez desde que llegamos.
- No - fue todo
lo que pude contestar
- Señora
Marfen, siento decirle que ha habido un gran incendio en el hotel la pasada
madrugada. Su marido y algunos compañeros habían salido a cenar y a tomar algo;
regresaron a eso de las dos de la madrugada, según nos ha informado el conserje
de noche. El incendio se provocó a las cinco. Todos estaban acostados y
posiblemente bien dormidos. No se ha podido hacer nada por ellos, más que
rescatar sus cuerpos.
Paró de hablar,
aunque en mi interior sabía que no había terminado. Quería oírlo todo de un
golpe. Tomé aire. Me estaba ahogando.
- La mayoría de
los cuerpos están calcinados. Hemos hecho algunas identificaciones por la
habitación donde hallamos cada cuerpo. Quizá los familiares puedan corroborar
nuestro trabajo. Aun quedan anillos, cadenas y algunos objetos personales que
nos pueden ayudar.
- Continúe – le
insté. Las lágrimas empezaban a resbalar por mis mejillas.
- Si es posible
preferimos que los familiares se desplacen a Lisboa. Sería más fácil a la hora
de repatriar a sus seres queridos si la identificación se hace aquí. Pero si
esto le causa muchos problemas… bueno veríamos a ver de que manera…
- No – respondí
de forma rápida – no será necesario. Me desplazaré a Lisboa. Dígame dónde me
tengo que dirigir.
- No se
preocupe por nada señora Sauvent – volvía a utilizar mi apellido de casada – Un
coche la recogerá mañana a las siete de la mañana en casa de su madre para
llevarla al aeropuerto. ¿Por qué es allí donde está, verdad?
- Si – acerté a
contestar. Mi cabeza ya estaba hilando cómo le daría la noticia a los
niños.
- Muy bien.
Entonces hasta mañana. Y, de verdad, le acompaño en el sentimiento.
- Gracias
Me senté.
Necesitaba ordenar mis ideas y poner mis sentimientos a un lado. Alan. Dios
mío, pensé, ¿cómo ha podido pasar? Ayer éramos una familia feliz y hoy éramos
una familia rota. ¿Qué había cambiado en nuestras vidas que hubiera dejado un
resquicio para que la mala suerte se colara en ellas? Recordé la conversación
con Alan del día anterior. ¿Este era el mal presentimiento que tenía mi marido
cuando hablamos? Cuánto me hubiera gustado poder despedirme de él. ¡¡¡Por
Dios!!! Esperaba que no hubiera sufrido, que el humo le hubiera dejado
inconsciente, al menos, antes de sentir el fuego en su piel. Las lágrimas
volvieron a brotar de mis ojos de forma incontrolada, pero silenciosas. No
quería ni pensar en el horror y el dolor que podía haber sentido de haber
estado consciente. No, me dije a mi misma, seguro que inhaló el humo dormido
antes de que el fuego llegara a su habitación- El señor Ockham no me había
dicho dónde había comenzado el fuego, pero tampoco me había sugerido que
hubiera empezado en la habitación de Alan. Era poco probable. La suya fue una
muerte plácida. Seguro. Tenía que serlo. Me sequé las lágrimas con papel de
cocina. El señor Ockham. Como un relámpago una asociación de ideas vino a mi
mente. ¿De qué me sonaba a mi ese nombre? Rebusqué en mi memoria: algún
paciente, algún padre de algún paciente, algún amigo de mi padre, alguien de la
infancia, … No, no buscaba en el lugar correcto. Me asomé a la puerta de la
cocina y vi a los niños tumbados en un sofá viendo la película. Detrás del sofá
había una gran pared con unas estanterías que mi madre hizo colocar a mi padre
cuando se trasladaron definitivamente. Estaba abarrotada de libros porque mi
madre era una lectora empedernida. Lo mismo le daba leer novelas de Daniel
Stilton o Barbara Wood, que el último libro sobre la teoría de la evolución.
Era una auténtica devoradora de conocimientos y sabía apreciar las virtudes de
casi todos los libros. ¡Ahí está! Saqué un libro de historia de la Psicología y
busqué en el índice. la página donde debía dirigirme. Empecé a recordar:
William Ockham fue un interesante, pero prácticamente desapercibido, autor de
algunos textos que estudiamos durante la facultad. Ockham era un “adelantado” a
su tiempo. En uno de sus textos proponía dos principios básicos; el primero
pertenecía a la teología natural: Dios puede hacer todo lo que, por ser hecho,
no incluye contradicción. El segundo principio decía algo así como que no hay
que multiplicar los seres sin necesidad y hacía referencia a su teoría del
conocimiento, del que extrae doscientas cuarenta y seis conclusiones. Me
acordaba del número porque estuvimos bromeando sobre la cantidad de
conclusiones a las que había llegado cuando estudiábamos para el exámen un par
de compañeros y yo. La tesis fundamental de Ockham era su principio de
economía según el cual siempre es más válida, en el sentido de más verdadera,
la doctrina que explica la realidad de tal modo que con un menor número de
hipótesis se solucionen un mayor número de problemas. Decía algo así como que
no debe admitirse pluralidad sin necesidad. ¡Cómo la vida misma!, decíamos
cuando lo estudiábamos. Este principio básico se conoció como la Navaja de
Ockham y, según esta, se rechaza la teoría de la especies inteligibles, tomista
(naturaleza común a muchos) y la teoría de las formalidades de Scoto y proclama
la primacía de lo singular sobre lo universal. Las proposiciones científicas
podían ser suplicadas por algunos de los individuos de una misma especie.
Ockham negaba la existencia mental de cualquier otra cosa que no fueran las
imágenes sensibles que siguen a toda sensación o percepción de la realidad.
Bastaría, pues, para conocer la memoria, siendo innecesario el que se tengan
conceptos universales y, por tanto, que haya que presuponer una capacidad
intelectiva superior, del tipo del entendimiento agente que supusiera
Arisóteles. Éste decía de él que, según la escolástica trataba los datos
proporcionados por los sentidos. No había, según Ockham, conceptos y esta
inexistencia no es solo en el plano de lo objetivo, sino en el mental; son
meras voces, nombres, palabras, que nos son útiles para economizar las palabras
utilizadas. Recuerdo que me resultó muy interesante porque siendo un hombre
medieval se separó de las ideas que habían llegado hasta sus días e incluso de
la que versaba en sus tiempos.
Pero, ¿podía
ser que el apellido hubiera perdurado tanto en el tiempo o era una simple
coincidencia? Y ¿por qué no se había querido presentar aquel hombre en la primera
de nuestras conversaciones telefónicas? Una fotografía cayó entonces del libro.
En ella se veía a Alan, con... ¿con mi madre? Era mi madre, no cabía duda.
aparecía otra mujer de mediana edad y un hombre algo más mayor que mi madre y
la otra mujer. Por el aspecto de Alan la foto no tendría más de un par de años.
¿Cuándo se la habían hecho? La volví a poner donde estaba. Ya preguntaría por
su origen. Ahora debía pensar.
Mi cabeza daba
vueltas sin descanso y sin encontrar rumbo. Alan… Alan… no podía ser. ¿Cómo iba
a explicárselo a los niños? Subí al primer piso donde mis padres habían hecho
un gran cuarto de baño con una gran bañera. De esas en las que uno entra
completo y estirado con una repisa alrededor donde colocar jabones aromáticos o
velas para una noche romántica. Velas que sabía guardaban en el armarito que
estaba justo detrás de la bañera. De verdad que eran románticos mis padres,
pensé.
Llené la
bañera, eché unas sales con aroma a vainilla que tenía mi madre en una
estantería y me sumergí en el agua. Necesitaba relajarme para pensar con
claridad. Me sumergí por completo varias veces intentando dejar los malos
pensamientos bajo el agua y que al emerger mi mente estuviera clara, pero era
bastante difícil, por no decir imposible. Después de cuarenta y cinco minutos y
de ver cómo los dedos de mis manos estaban encallados, salí de la bañera cogí
una toalla y me envolví en ella. Tomé otra del armario que mi madre había
destinado a las toallas, uno de color hielo envejecido con unos bonitos tiradores
azules, y me recogí dentro la cabeza. Me puse frente al espejo y vi mis
pequeñas arrugas alrededor de los ojos más marcadas que hacía unas horas;
incluso parecía que tenía ojeras. Me sentí cansada y abatida y rompí a llorar.
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