Las palabras son mágicas, curan, unen, pueden ser imaginadas y se plasman aquí para ser disfrutadas. Deja a tu alma unirse a la mía, recorrer nuevos mundos, inventar nuevos personajes y vivir con ellos las palabras de sus aventuras.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

CAPÍTULO VII


- Soy yo. ¿Quién es usted?
- Quién soy yo no importa – contestó la voz – Llamo para informarle que su marido ha fallecido. Lo siento muchísimo señora Sauvent. Ha sido un terrible accidente. La organización del congreso pone a su disposición el medio de transporte que desee para trasladarse a Lisboa lo antes posible y hacerse cargo de los restos de su marido o si lo prefiere….
Había dejado de escuchar. Me había quedado paralizada. Con el teléfono en la mano, la boca abierta y los ojos saliéndose de mis órbitas. La voz al otro lado se había callado. Estaba claro que aguardaba una respuesta.
- Perdón – logré articular - ¿Cómo ha dicho? Esto tiene que ser un error. Alan no …. ¿Quién ha dicho usted que era?
- Señora Marfen, no se preocupe. Entendemos su dolor. Volveré a llamarla en unos minutos. 
Y colgó. Estaba paralizada, totalmente paralizada. No me respondía las manos, no podía cerrar la tapa del teléfono. No podía pestañear y mi cerebro parecía haberse colapsado. Agradecí que mi madre y los niños estuvieran en el salón ajenos a mi conversación telefónica y a mi reacción.
Un momento – pensé – la última vez había usado mi apellido. ¿Quién era ese individuo? ¿Cómo sabía que mi apellido era Marfen aun? ¿Por qué había colgado?
Busqué rápidamente en la lista de llamadas recibidas y marqué el último número que me había llamado.
- Hola Becky. Te llamé ayer con el número del trabajo de Phill – era mi amiga Isabel, y Phill su marido– he perdido el mío, ya sabes lo despistada que soy. Te llamaba a ver qué tal estabas. Creo que se iba Alan a … a algún sitio fuera del país, ¿no? Pues eso, que organizamos una cena esta noche en casa. Venid tu y los niños. Será divertido.
Cuando mi amiga Isabel empezaba a hablar era casi imposible pararla. Mi cabeza daba vueltas y vueltas sin entender qué había pasado. Oía sus palabras a lo lejos mientras me preguntaba qué había sido del número de aquel individuo que me acababa de llamar. Yo misma lo había visto en la pantalla del móvil.
- Isabel … esto ... umm – me mordí el labio inferior. Lo hacía siempre que tenía que pensar con rapidez y en varias cosas al mimo tiempo – eh… verás. Es que estoy en casa de mi madre y no tenía previsto volver a casa hasta mañana. Te lo agradezco de veras. Quizá otra vez.
- Oooh, vaya – suspiró mi amiga – Vale, pues nada. Lo entiendo, no vas a venirte ahora precipitadamente para cenar con tus buenos amigos y echar una partidita a la Wii, dejando allí a tu madre, ¿no?
Intentaba convencerme. Siempre lo hacía. A menudo lo conseguía porque la mayoría de las veces yo me negaba a sus planes, que no eran tan cívicos como el de este fin de semana, para luego dejarme convencer no se de qué modo ni manera. Lo normal es que incluyeran alguna excursión en piragua con los niños, o escalada, o cualquier cosa que pusiera mis nervios a flor de piel. Y siempre, cuando volvíamos, tenía que reconocer que lo había pasado estupendamente, pero juraba y perjuraba que no volvería a dejarme convencer por ella.
- No, Isabel; este fin de semana no. Me apetecía estar con mi madre, ¿vale? – sin querer había usado el pasado.
- Vale, vale. No insisto. ¿Nos vemos el lunes?
- Eh, el lunes… - dudaba de mis propias rutinas. Era increíble. – Si, claro, como siempre.
Los lunes por la mañana Isabel y yo tomábamos café después de dejar a los niños en el colegio. Después íbamos a la peluquería, al contrario que la mayoría de las mujeres que se arreglan para estar guapas el fin de semana, a Isabel y a mi nos gustaba arreglarnos los lunes. Nos decíamos a nosotras mismas: "para estar arregladas toda la semana". Pasábamos la mañana juntas, la única mañana que ambas teníamos libre. El resto de la semana Isabel trabaja por turnos en una clínica como enfermera y yo atendía mi consulta en un horario bastante poco rutinario. Siempre decía que me gustaría tener un horario equilibrado y homogéneo, en que todos los días tuvieran su principio y su fin. Y así era, pero la mayoría de las veces no lo sabía de un mes para otro en el mejor de los casos.
Me senté en una de las sillas de madera de la cocina. Metí la cabeza entre mis brazos y me agaché hasta hacerme un ovillo. No podía llorar. No hasta saber qué había pasado. No podía ser que Alan hubiera… no podía ni pensar en la palabra. El teléfono sonó de repente y me incorporé rápidamente. 

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