Me levanté y me uní a los cocineros.
Adrian, mi hijo mayor, se había puesto un viejo mandil de mi madre. Adrian era
alto para su edad. Tenía nueve años, pero aparentaba los doce perfectamente,
tanto en aspecto físico como madurez, en esto quizá aun más. En todos los
ámbitos, excepto cuando hacía galletas con su abuela. Era fantástico ver que
además de madurez llevaba dentro un niño que disfrutaba con los juegos. Era
extremadamente inteligente. En el colegio le habían querido pasar de curso pero
él se había negado, alegando que para él era mucho más importante seguir al
lado de sus compañeros de toda la vida, que avanzar más rápidamente en la
adquisición de sus conocimientos. Respetamos su opinión y así se lo comunicamos
a sus profesores, que se sintieron algo decepcionados, ya que contaban con
pasarle de curso y comprobar cómo se desenvolvía. Disfrutaba del deporte,
aunque no era el mejor de sus amigos en ninguno, y de las excursiones. Parecía
bien integrado con sus iguales, aunque a veces le sorprendía hablando con su
padre o el padre de algún amigo sobre inversiones en bolsa, fluctuaciones de
mercado o política mundial. Le encantaba la historia y soñaba con ser
arqueólogo. Sara tenía siete años, los cabellos rubios y unos impresionantes
ojos azules que había heredado de mi madre. Era intuitiva y, aunque no tanto
como su hermano, inteligente. No le costaba hacer amigos y, sin embargo y pese
a su corta edad, la sorprendía a menudo sola, leyendo. Era una adicta a la
lectura. Cuando era más pequeña y aun no sabía leer, me hacía leerle al menos
dos cuentos al día; uno siempre antes de dormirse y otro en cualquier momento
del día en que me viera desocupada. Se sentaba con las piernas cruzadas a mi
lado y escuchaba atentamente, sin interrumpirme, hasta el final del relato.
Entonces empezaba a preguntarme todo lo que no había entendido, no le encajaba
o le había parecido extraño. Para mí era un verdadero ejercicio mental.
- Mamá, tienes que probar las
galletas y decirnos qué te parecen– me pidió Adrian – Hoy tienen un ingrediente
secreto – añadió con un halo de misterio.
- Oh, está bien, pero solo si me
prometéis que no están envenenadas.
Los tres rieron recordando la
última vez que habían hecho galletas. Adrian había echado pimentón y estaban
malísimas. Como no, yo las había probado primero y casi me da algo cuando di el
primer mordisco y el sabor llegó a mis papilas gustativas. El sentido del humor
de mi hijo no me había entusiasmado nada en ese momento.
- No – respondió mi madre – esta
vez las he supervisado personalmente.
Mi madre y yo comimos galletas
durante casi toda la mañana, mientras charlábamos, hacíamos las faenas de casa
y preparábamos la comida.
Después de comer los niños
pusieron una película y yo me acurruqué en el sofá del salón. Era comodísimo.
De pequeña acostumbraba a tumbarme apoyando los pies encima de las piernas de
mi madre, mientras ella, sentada, cosía.
No había terminado de coger el
sueño cuando mi teléfono volvió a sonar.
- ¡¡¡Dios mío!!! – resoplé – ¿es
que ya nadie respeta la hora de la siesta?
Me levanté de mala gana,
planteándome firmemente en volver al sofá y no responder. Después calibré la
idea de que quizá sería Alan. Había dicho que me llamaría antes del almuerzo,
pero no me había acordado, ni tampoco sabía a qué hora sería su almuerzo.
Fui hacia el bolso, que se
encontraba en la cocina, un poco más rápido temiendo que cortara antes que
hubiera llegado a cogerlo. Miré la pantalla. No conocía el número, pero aún así
contesté. Quizá Alan llamaba con el teléfono de algún compañero. Era un poco
despistado y a menudo se olvidaba de llevar el móvil encima, cosa que, por
descontado, me exasperaba.
- ¿Si? – dije al abrir la tapa
de mi móvil, preparada para echarle una regañina por no llamar antes y desde su
propio teléfono.
Nadie contestó.
- ¡Diga! – dije más alto -
¿quién es? Vaya pregunta más estúpida pensé. Será Alan peleándose con el
teléfono de algún compañero al intentar hablar conmigo. Este hombre era
insufrible en lo que a teléfonos móviles se refería.
- ¿Señora
Sauvent? – dijo una voz claramente masculina
Como odiaba que
me llamaran señora Sauvent, por ambas cosas: lo de señora que me hacía parecer
veinte años mayor de lo que era, y por lo de Sauvent. Cuando me casé con Alan
no perdí mi apellido. Fue una especie de acuerdo-imposición que puse. Me
gustaba mi apellido y no entendía esa absurda tradición burócrata de que la
mujer, por el hecho de casarse, perdiera sus orígenes. Quizá en otra época
tenía algún sentido (la verdad es que no lograba entenderlo si no era de una
forma en la que la mujer era más una posesión que una compañera), pero hoy en
día con la independencia de la mujer no tenía sentido, al menos para mi. Lo
único que cambiaba es que en vez de ser la familia Sauvent éramos la familia
Sauvent- Marfen. Tan sencillo como eso. Aún así contesté porque de sobra sabía
que aquel individuo se refería a mi cuando preguntaba por la señora Sauvent.
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