Las palabras son mágicas, curan, unen, pueden ser imaginadas y se plasman aquí para ser disfrutadas. Deja a tu alma unirse a la mía, recorrer nuevos mundos, inventar nuevos personajes y vivir con ellos las palabras de sus aventuras.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

CAPÍTULO VI


Me levanté y me uní a los cocineros. Adrian, mi hijo mayor, se había puesto un viejo mandil de mi madre. Adrian era alto para su edad. Tenía nueve años, pero aparentaba los doce perfectamente, tanto en aspecto físico como madurez, en esto quizá aun más. En todos los ámbitos, excepto cuando hacía galletas con su abuela. Era fantástico ver que además de madurez llevaba dentro un niño que disfrutaba con los juegos. Era extremadamente inteligente. En el colegio le habían querido pasar de curso pero él se había negado, alegando que para él era mucho más importante seguir al lado de sus compañeros de toda la vida, que avanzar más rápidamente en la adquisición de sus conocimientos. Respetamos su opinión y así se lo comunicamos a sus profesores, que se sintieron algo decepcionados, ya que contaban con pasarle de curso y comprobar cómo se desenvolvía. Disfrutaba del deporte, aunque no era el mejor de sus amigos en ninguno, y de las excursiones. Parecía bien integrado con sus iguales, aunque a veces le sorprendía hablando con su padre o el padre de algún amigo sobre inversiones en bolsa, fluctuaciones de mercado o política mundial. Le encantaba la historia y soñaba con ser arqueólogo. Sara tenía siete años, los cabellos rubios y unos impresionantes ojos azules que había heredado de mi madre. Era intuitiva y, aunque no tanto como su hermano, inteligente. No le costaba hacer amigos y, sin embargo y pese a su corta edad, la sorprendía a menudo sola, leyendo. Era una adicta a la lectura. Cuando era más pequeña y aun no sabía leer, me hacía leerle al menos dos cuentos al día; uno siempre antes de dormirse y otro en cualquier momento del día en que me viera desocupada. Se sentaba con las piernas cruzadas a mi lado y escuchaba atentamente, sin interrumpirme, hasta el final del relato. Entonces empezaba a preguntarme todo lo que no había entendido, no le encajaba o le había parecido extraño. Para mí era un verdadero ejercicio mental.
- Mamá, tienes que probar las galletas y decirnos qué te parecen– me pidió Adrian – Hoy tienen un ingrediente secreto – añadió con un halo de misterio.
- Oh, está bien, pero solo si me prometéis que no están envenenadas.
Los tres rieron recordando la última vez que habían hecho galletas. Adrian había echado pimentón y estaban malísimas. Como no, yo las había probado primero y casi me da algo cuando di el primer mordisco y el sabor llegó a mis papilas gustativas. El sentido del humor de mi hijo no me había entusiasmado nada en ese momento.
- No – respondió mi madre – esta vez las he supervisado personalmente.
Mi madre y yo comimos galletas durante casi toda la mañana, mientras charlábamos, hacíamos las faenas de casa y preparábamos la comida.
Después de comer los niños pusieron una película y yo me acurruqué en el sofá del salón. Era comodísimo. De pequeña acostumbraba a tumbarme apoyando los pies encima de las piernas de mi madre, mientras ella, sentada, cosía.
No había terminado de coger el sueño cuando mi teléfono volvió a sonar.
- ¡¡¡Dios mío!!! – resoplé – ¿es que ya nadie respeta la hora de la siesta?
Me levanté de mala gana, planteándome firmemente en volver al sofá y no responder. Después calibré la idea de que quizá sería Alan. Había dicho que me llamaría antes del almuerzo, pero no me había acordado, ni tampoco sabía a qué hora sería su almuerzo.
Fui hacia el bolso, que se encontraba en la cocina, un poco más rápido temiendo que cortara antes que hubiera llegado a cogerlo. Miré la pantalla. No conocía el número, pero aún así contesté. Quizá Alan llamaba con el teléfono de algún compañero. Era un poco despistado y a menudo se olvidaba de llevar el móvil encima, cosa que, por descontado, me exasperaba.
- ¿Si? – dije al abrir la tapa de mi móvil, preparada para echarle una regañina por no llamar antes y desde su propio teléfono.
Nadie contestó.
- ¡Diga! – dije más alto - ¿quién es? Vaya pregunta más estúpida pensé. Será Alan peleándose con el teléfono de algún compañero al intentar hablar conmigo. Este hombre era insufrible en lo que a teléfonos móviles se refería.
- ¿Señora Sauvent? – dijo una voz claramente masculina
Como odiaba que me llamaran señora Sauvent, por ambas cosas: lo de señora que me hacía parecer veinte años mayor de lo que era, y por lo de Sauvent. Cuando me casé con Alan no perdí mi apellido. Fue una especie de acuerdo-imposición que puse. Me gustaba mi apellido y no entendía esa absurda tradición burócrata de que la mujer, por el hecho de casarse, perdiera sus orígenes. Quizá en otra época tenía algún sentido (la verdad es que no lograba entenderlo si no era de una forma en la que la mujer era más una posesión que una compañera), pero hoy en día con la independencia de la mujer no tenía sentido, al menos para mi. Lo único que cambiaba es que en vez de ser la familia Sauvent éramos la familia Sauvent- Marfen. Tan sencillo como eso. Aún así contesté porque de sobra sabía que aquel individuo se refería a mi cuando preguntaba por la señora Sauvent.

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