Me acosté enseguida;
necesitaba descansar. Había sido una semana muy ajetreada de trabajo. Cuando me
levanté sorprendí a los niños haciendo galletas con su abuela. Me serví una
taza de café con leche y me senté en el porche de la casa. A mis padres siempre
les gustó esta casa. Era de mis abuelos paternos. Cuando murieron mi padre la
heredó, hicieron algunas reformas y empezaron a pasar allí mucho tiempo.
Primero las vacaciones, luego también los puentes, los fines de semana y, por
fin, cuando mi padre se jubiló se trasladaron allí definitivamente. Tenían un
pequeño huerto en el que mi padre pasaba los ratos. Con el tiempo consiguió
cultivar tomates, lechugas, algunos pimientos y pepinos. Mi madre se dedicaba a
pintar y a coser. Sobre todo a coser. Le encantaba la costura; había probado
todos los géneros de este arte: el punto de cruz, la cadeneta, el bordado, el
patchwork, … y no sé cuantos más, porque la verdad es que no heredé esta
afición de ella. Había hecho las mantelerías, juegos de cama, colchas,
cortinas, paños, y todo lo que pudiera salir de un trozo de tela, hilo y aguja,
de todas las sobrinas, algún sobrino, y, por supuesto, las de mi casa. El único
sitio donde no había puesto su toque personal era mi despacho. Quizá porque
cuando lo monté vivíamos una especie de guerra fría y yo me negué a pedírselo y
ella a ofrecerlo. Ahora siempre me recuerda que en cuanto me canse de mi
decoración estará gustosa de coser la nueva. Yo me río y le aseguro que si
alguna vez la cambio, cosa que desde luego dudo hoy por hoy, ella será la
encargada de dicho cambio.
Me senté en un sofá
de madera con multitud de cojines en tonos naranjas y marrones que había en el
porche, con los pies encima de él y me fui bebiendo el café poco a poco,
disfrutando de las vistas a la montaña de que gozaba la casa. Se respiraba una
paz increíble. La quietud solo era rota por las risas de mis hijos cocinando
con su abuela, que se oían de fondo. Estaba tan sumergida en la calma y en mis
propios pensamientos que no oí el teléfono. Mi madre salió a advertirme que
algo sonaba desde hacía un rato dentro de mi bolso.
- Seguro que es
el teléfono hija, pero ya sabes que no me llevo bien con las nuevas tecnologías
– me dijo con una sonrisa.
Traía mi bolso
de la mano y me lo acercó al tiempo que se daba media vuelta para reencontrarse
con sus nietos. La verdad es que daba gusto verlos a los tres juntos. Seguro
que yo no hubiera soportado ese desorden en mi cocina como lo soportaba mi
madre y mucho menos durante toda una mañana.
Saqué el móvil
del bolso y ví quien me había llamado. No reconocí el número así que volví a
guardarlo. Si alguien quería hablar conmigo desde un número que no conocía ya
volvería a intentarlo y si era una equivocación ya se habrían dado cuenta,
pensé.
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