Las palabras son mágicas, curan, unen, pueden ser imaginadas y se plasman aquí para ser disfrutadas. Deja a tu alma unirse a la mía, recorrer nuevos mundos, inventar nuevos personajes y vivir con ellos las palabras de sus aventuras.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

CAPÍTULO V


Me acosté enseguida; necesitaba descansar. Había sido una semana muy ajetreada de trabajo. Cuando me levanté sorprendí a los niños haciendo galletas con su abuela. Me serví una taza de café con leche y me senté en el porche de la casa. A mis padres siempre les gustó esta casa. Era de mis abuelos paternos. Cuando murieron mi padre la heredó, hicieron algunas reformas y empezaron a pasar allí mucho tiempo. Primero las vacaciones, luego también los puentes, los fines de semana y, por fin, cuando mi padre se jubiló se trasladaron allí definitivamente. Tenían un pequeño huerto en el que mi padre pasaba los ratos. Con el tiempo consiguió cultivar tomates, lechugas, algunos pimientos y pepinos. Mi madre se dedicaba a pintar y a coser. Sobre todo a coser. Le encantaba la costura; había probado todos los géneros de este arte: el punto de cruz, la cadeneta, el bordado, el patchwork, … y no sé cuantos más, porque la verdad es que no heredé esta afición de ella. Había hecho las mantelerías, juegos de cama, colchas, cortinas, paños, y todo lo que pudiera salir de un trozo de tela, hilo y aguja, de todas las sobrinas, algún sobrino, y, por supuesto, las de mi casa. El único sitio donde no había puesto su toque personal era mi despacho. Quizá porque cuando lo monté vivíamos una especie de guerra fría y yo me negué a pedírselo y ella a ofrecerlo. Ahora siempre me recuerda que en cuanto me canse de mi decoración estará gustosa de coser la nueva. Yo me río y le aseguro que si alguna vez la cambio, cosa que desde luego dudo hoy por hoy, ella será la encargada de dicho cambio.
Me senté en un sofá de madera con multitud de cojines en tonos naranjas y marrones que había en el porche, con los pies encima de él y me fui bebiendo el café poco a poco, disfrutando de las vistas a la montaña de que gozaba la casa. Se respiraba una paz increíble. La quietud solo era rota por las risas de mis hijos cocinando con su abuela, que se oían de fondo. Estaba tan sumergida en la calma y en mis propios pensamientos que no oí el teléfono. Mi madre salió a advertirme que algo sonaba desde hacía un rato dentro de mi bolso. 
 - Seguro que es el teléfono hija, pero ya sabes que no me llevo bien con las nuevas tecnologías – me dijo con una sonrisa. 
Traía mi bolso de la mano y me lo acercó al tiempo que se daba media vuelta para reencontrarse con sus nietos. La verdad es que daba gusto verlos a los tres juntos. Seguro que yo no hubiera soportado ese desorden en mi cocina como lo soportaba mi madre y mucho menos durante toda una mañana. 
Saqué el móvil del bolso y ví quien me había llamado. No reconocí el número así que volví a guardarlo. Si alguien quería hablar conmigo desde un número que no conocía ya volvería a intentarlo y si era una equivocación ya se habrían dado cuenta, pensé.

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