Caminaba
erguido con la mirada altiva y la boca bien cerrada. Tenía los bigotes bien
estirados, como si acabara de peinarlos. Era un felino arrogante con unos
extraños ojos azules, demasiado luminosos para parecer reales. Su cuerpo era
esbelto con el pelaje blanco como la nieve. Los demás felinos se apartaban a su
paso sin saber muy bien la razón. Algo emanaba de él, algo que obligaba al
resto a temerle y respetarle. De un salto alcanzó la parte más alta de la tapia
y se acomodó allí, mirando todo y a todos. Suspiró, qué largo se le estaba
haciendo… Cerró los ojos y se dispuso a dormir. Pero no le era posible.
Encerrado en aquel cuerpo,… Él, que había sido el más glorioso, que había
tenido el mundo a sus pies. Él que había gobernado un imperio. Y ahora se veía
así. Encerrado en un felino. Solo habían respetado sus ojos. Los ojos que los
dioses le habían concedido. Lo único que le diferenciaba del resto, fuera de la
especie que fuera, eran sus ojos. Su
llegada al mundo estuvo rodeada de tanta expectación que, después que hubo
demostrado la autenticidad de su origen, gobernó la civilización por mucho
tiempo ¿Y qué le llevo al regreso, después de tantas eras, en este cuerpo?
¿Cuál fue el pecado
cometido para que los dioses le desterraran al cuerpo incapaz de hablar y
comunicarse con … con ella? El amor, sin duda; pero no cualquier amor: el amor
prohibido. El amor a la mujer de un dios. Aún caminaba esbelto y buscaba en los
ojos de las gatas algo que le recordara a ella, algo que le sugiriera que ella
había corrido el mismo destino. Y, así, pasaba el tiempo, el tiempo infinito…
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