Las palabras son mágicas, curan, unen, pueden ser imaginadas y se plasman aquí para ser disfrutadas. Deja a tu alma unirse a la mía, recorrer nuevos mundos, inventar nuevos personajes y vivir con ellos las palabras de sus aventuras.

miércoles, 24 de octubre de 2012

CAPÍTULO XVII

Tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Isabel me miraba compasiva mientras yo daba pequeños sorbos a mi café. La situación se me asemejaba a un mal sueño en el que yo era a la vez protagonista y espectadora. Ir a la sala donde estaba la urna era casi imposible y caminar entre la gente agotador. Lo que realmente me apetecía era terminar con aquella ceremonia, marcharme a casa y recogerme. Meter la cabeza debajo de la almohada y no salir de allí hasta que el dolor fuera soportable. Pasar por toda aquello me estaba desgarrando por dentro. Isabel me conocía tanto...
- Deberíamos escabullirnos y desaparecer de aquí - me dijo con una sonrisa amarga - nos iríamos al Viejo Tren y Samuel nos pondría una buena copa para brindar por Alan.
- Si... - dije arrastrando la palabra - no estaría nada mal. Pero quedaría un poco feo que la mujer del homenajeado se marchara.
Isabel asintió consciente de la realidad.
- Voy a pagar los cafés y a hacer acto de presencia en la sala - suspiré profundamente - Y creo que después cogeré la urna de Alan, me excusaré y desapareceremos de aquí ¿te parece?
- Claro Becky, como tu prefieras. Sabes que estoy contigo, en todo.
Me acerqué a la barra al tiempo que sacaba el monedero de mi bolso.
- ¿Cuánto es, por favor? -le dije al camarero que se acercaba apresuradamente hacia mi
- Dos con veinte, señora. -  me contestó
- Aquí tienes . Le di dos monedas de dos euros y esperé el cambio.
- Gracias - dijo al tiempo que me acercaba el platillo con el cambio
Cuando alargué la mano para coger las monedas el camarero rápidamente la aprisionó contra el platillo y con un casi imperceptible susurro me dijo:
- Rápido, coja el papel que hay bajo el ticket de los cafés. Que nadie le vea guardarlo.
Cogí el cambio y todo lo que había debajo y lo guardé en mi monedero que apenas cerraba. El papel que había bajo el ticket era demasiado grande, pero aún así logré meterlo y guardar el monedero en el bolso. El camarero se comportaba con total normalidad y a mi me temblaban las piernas como si acabara de cometer el mayor de los delitos.
Fui a la sala y me acerqué al jefe directo de mi marido. Le hice saber mi intención de terminar con el evento o, al menos, de poder marcharme con la urna de Alan a casa.
- Claro, por supuesto - respondió él comprensivamente - Esto ya ha durado lo suficiente y creo que todo el mundo ha tenido tiempo de pasar por aquí a expresar sus condolencias y despedirse de Alan. Márchate cuando quieras. Yo me encargaré de despedir a la gente. No te preocupes.
- De verdad te lo agradezco Mateo - le dije con sinceridad -. Estoy agotada y necesito estar con mis hijos. 
Nos dimos un afectivo abrazo de despedida y cada uno tomó una dirección. Mateo era un hombre mayor, que estaba a punto de jubilarse. Cuando Alan comenzó a trabajar en la entidad él ya tenía un puesto de responsabilidad y ayudó mucho a mi marido en sus comienzos. Siempre habían mantenido una buena relación y sabía que apreciaba a Alan de forma sincera.  Él siempre se refería a Alan como su "hijo laboral" y ambos hacían bromas sobre ello continuamente. Su cara y sus gestos expresaban la tristeza que le había producido su pérdida.
Me acerqué a los compañeros más queridos de Alana, aquellos a los que considerábamos amigos y me despedí de ellos con la promesa de vernos pronto. Acto seguido busqué a Isabel y enganchada de su brazo salimos de allí, con la urna en los brazos preguntándome qué iba a ser de mi.
Hicimos el trayecto en coche hasta mi casa en silencio. Las lágrimas volvían a resbalar por mis mejillas al pensar que entraría en casa y Alan no estaría para recibirme, que ya no estaría nunca más...
Cuando entramos en casa los niños estaban en la cocina con su abuelo. Le habían preparado una tila. Desde luego mis hijos me sorprendían con su actitud, tan enteros, tan maduros, haciendo de sostén de su abuelo. Eran los momentos en que sentía que Alan y yo algo tendríamos que ver en la formación de nuestras dos personitas. Mi madre estaba con mis cuñados y los tíos de mi marido en el salón, intentando mantener una conversación sobre Alan y sus virtudes. 
Entré en la cocina y los niños y yo nos fundimos en un abrazo que enseguida se hizo extenso a mi suegro. A Adrian le resbalaron algunas lágrimas por sus mejillas y me enterneció la entereza que intentaba mantener. Se había hecho mayor de repente. Sara se sentó en las rodillas de su abuelo y dejó que viera su cara, enrojecida por completo por su llanto.
Me preparé una manzanilla y fui al salón. La hermana de Alan y su marido debían irse, ya que Enric trabajaba y no había conseguido que le dieran más días libres. Antes de volver a su casa debían llevar a los tíos, así que decidieron comer algo y marcharse. Prometimos llamarnos y mantener el mismo contacto que cuando Alan vivía. Me resultaría fácil. Mi cuñada era una persona de trato fácil, que se amoldaba a cualquier circunstancia y con quien podía estar horas hablando. Su marido era, en resumen, una persona encantadora. Antonio, mi suegro, se quedaría unos días más. Los niños estaban encantados y, aunque a mi no me apetecía mucho tener visita, reconocía que era una figura perfecta para estos momentos. Nos vendría bien tenerle cerca y a él tenernos cerca a nosotros. 
Isabel se marchó a casa hacia las nueve, un poco después de que se marcharan mis cuñados y los tíos de Alan. Los niños se quedaron dormidos en el sofá y mi madre me ayudó a llevarlos a sus camas. Ella y Antonio se quedaron en el salón charlando, o quizá evitando el temido momento de la soledad cuando se fueran a sus habitaciones. Les di un beso en la mejilla y fui a prepararme un baño, pero cuando iba por el pasillo me acordé de la nota que el camarero me había dado furtivamente y , guiada por la curiosidad, fui en busca de mi bolso y me metí en mi habitación. Saqué el monedero y busqué el papel doblado que había cogido del platillo de la cafetería del tanatorio. Con los ojos aún empapados en lágrimas desdoblé el papel y vi lo que había escrito en él: "45 - 72 - 13 -21 - 89 -03 " y debajo lo que parecían cuatro fechas, tres de ellas tachadas: 09 -09 -2009; 10 - 10 -2010; 11 - 11 - 2011; y 12 - 12 -2012, que era la última, la que no estaba tachada y la que aún no había llegado.  


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