Las palabras son mágicas, curan, unen, pueden ser imaginadas y se plasman aquí para ser disfrutadas. Deja a tu alma unirse a la mía, recorrer nuevos mundos, inventar nuevos personajes y vivir con ellos las palabras de sus aventuras.

viernes, 19 de octubre de 2012

LA MEMORIA PERDIDA II

- Disculpe, ¿puede decirme qué día es hoy? – pregunté muy cautelosamente al taxista .

- Claro, hoy es jueves. – respondió algo sorprendido.

- No, me refiero al día del mes. Quiero decir, la fecha concreta.

El taxista miró por el espejo retrovisor. Sin duda pensaba que estaba llevando a una loca en su coche.

- Hoy es 20 de Septiembre de 2012 – se afanó en darme todos los detalles y volvió a mirar por el espejo retrovisor, quizá buscando alguna reacción en mi rostro.
- ¡20 de Septiembre! – no pude contener la exclamación. Habían pasado casi 6 meses desde aquella cena con mis compañeros antes de partir a Mozambique.
- ¿De verdad se encuentra bien señorita? – volvió a preguntar el taxista.
- Si, si, muchas gracias.

¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué no me acordaba de nada de los últimos 6 meses? Me estaba mareando. Eché la cabeza hacia atrás y la apoyé e el reposa cabezas, cerré los ojos y cogí aire por la boca para después soltarlo lentamente.

-Tranquilízate – me dije a mi misma – todo tendrá una explicación.

El taxi paró frente a la puerta de la casa de mis padres. Le pagué y le di las gracias por su amabilidad. Bajé del taxi y me quedé frente a la puerta. Un fogonazo llegó a mi mente. La imagen mostraba a mis amigos en el aeropuerto.

- Vamos Celia, espabila o no embarcaremos nunca – me decía Leia
- Si, voy. Espera que no puedo con este maldito carro – le contestaba yo.

Recuerdo que llevaba demasiado equipaje, pero en eso había sido incapaz de reformarme. Siempre llevaba demasiada ropa, demasiados accesorios, demasiados aparatos, demasiados " por si acaso", demasiadas cosas en definitiva.

Volví en mi. Estaba frente a la puerta de la casa de mis padres. Era una casa grande, con terreno alrededor. Mi padre había sembrado un pequeño huerto en la parte de atrás y mi madre tenía un pequeño jardín en la parte de delante. Los dos se sentían orgullosos de sus respectivos espacios y los cuidaban con cariño y dedicación.

Mi teléfono empezó a vibrar. En la pantalla pude ver que era Jean.
- Hola Jean- dije al descolgar
- Hola preciosa. – contestó – Escucha: si vas a entrar en casa de tus padres escucha lo que te digan pero tu no digas nada, ¿de acuerdo?

¿Cómo sabía Jean que iba a casa de mis padres? ¿Y por qué no podía contestar? La verdad tampoco me acordaba de nada, así que no creo que pudiera contestar a nada.

- Pero Jean, ¿qué ocurre? – acerté a decir
- Hazme caso, por favor - me pidió – Cuando te vayas llámame. Te recogeré y podremos hablar.
- De acuerdo – le contesté guiada por la confianza que tenía en él más que por el entendimiento.


Empujé la puerta de hierro que daba paso a la propiedad de mis padres, la cual estaba casi siempre abierta durante el día. Anduve despacio por el camino de baldosas que llevaban hasta la puerta principal de la casa. Solía tener una llave pero en esta ocasión, pero hoy no la había cogido. La verdad es que ni siquiera lo había pensado, Estaba tan aturdida que no me había acordado de cogerlas del cesto de las llaves. Llamé al timbre. Oí unos pasos rápidos que se acercaban a la puerta y... se alejaban de nuevo. Seguí esperando. No se oía nada ni a nadie. pasaban los minutos. Volví a llamar, pero nadie acudió a abrir la puerta.

- Pero bueno - pensé - ¡es que no piensan abrirme!

Volví a llamar de forma insistente. Y golpeé la puerta con mi puño derecho. 

- ¡Hola! - grité - Mamá, papá ¿estáis ahí?

Volví a oír pasos acercándose a la puerta. Esta vez oí girar una llave y la perta se abrió.

- Hola Gertru - saludé a la asistenta del hogar de mis padres - Por qué no me abríais? Llevo un buen rato llamando.

- Hola señorita Celia - dijo a la vez que se apartaba para dejarme pasar - sus padres la esperan en el jardín de atrás. ¿Qué tal se encuentra?

Ella siempre tan educada, tan discreta, pensé. no había respondido a mi pregunta, lo que me hacía pensar que me habían oído y, por alguna razón que yo desconocía y que Gertru no iba a darme, no me habían abierto.

-Estoy bien, Gertru, gracias. - le respondí. Y con paso decidido crucé la gran sala de estar y abría la puerta corredera que daba acceso al jardín de la parte de atrás de la casa.

Mis padres estaban sentados en sus respectivos sillones de paja y a pesar de que estaban sentados y aparentemente estaban leyendo tranquilamente, se les veía sudorosos y agitados.

- ¡Hola cariño! - dijo mi madre al tiempo que se levantaba para darme un abrazo - ¿Cómo te encuentras hoy?

- Hola, mamá - le dije menos efusivamente que ella mientras le devolvía el abrazo -. Me encuentro bien, aunque parece que no me acuerdo de nada de lo que ha sucedido en los últimos meses. ¿Podéis explicarme qué me pasa?

- Claro, cielo - respondió mi padre, sobre el que me incliné para darle un afectuoso beso en la mejilla-. Siéntate y podremos hablar. ¿Quieres tomar algo?

- Sí, un café con leche - dije girándome hacia la puerta donde sabía que estaría Gertru esperando -. Gracias Gertru.

- Ahora mismo lo traigo - respondió ella solícitamente.

Esperamos a que Gertru trajera el café y se marchara para poder hablar con libertad. Gertru era la persona más discreta que yo conocía, pero aún así en el ambiente se respiraba intranquilidad respecto al tema a tratar. Mientras esperábamos hablamos del tiempo, de las labores de costura de mamá, del nuevo cuadro que papá quería pintar y de cómo iba el huerto.

Por fin, Gertru trajo el café y un plato con pastas. Y yo miré inquisitiva a mis padres mientras me echaba una cucharada de azúcar.

- Verás Celia - empezó mi padre - llevas cinco meses de baja. Tuvieron que traerte de Mozambique  en un avión medicalizado. No sabemos qué te ocurrió exactamente, los médicos afirman que no tenías ninguna enfermedad, que no habías contraído ningún virus, pero aún así estabas ausente, no hablabas, apenas comías si no te obligábamos, andabas de forma automática y tenías la mirada perdida. Has estado casi dos meses en un hospital bajo observación médica. 

Los ojos se me salían de las órbitas.

- Finalmente - continuó mi madre - decidieron darte el alta y mandarte a casa porque no encontraban nada en tu cuerpo y porque, de repente, un día, empezaste a hablar con normalidad, pediste algo de comer y expresaste tu deseo de volver a casa. Quisimos que te vinieras aquí, pero tu te empeñaste en irte a tu casa. Tu padre decidió que el coche se quedara aquí porque, sinceramente hija, no te veíamos en plenas facultades. Te hemos llamado al menos dos veces al día y te hemos visitado todos los días para ver cómo estabas. 

Ahora también tenía la boca abierta.

- Siempre hablabas con normalidad - tomó el relevo mi padre -. Querías volver a trabajar, a hacer deporte..., en fin volver a tu vida normal. Pero no salías de casa, ni hablabas con nadie más, que sepamos. Sabemos que te conectabas a internet y pasabas muchas horas al ordenador, pero no sabemos qué mirabas. Ya sabes que las nuevas tecnologías no son algo que dominemos. Todo ha sido así hasta hoy que por fin has preguntado, que por fin parece que te has vuelto a unir con tu vida antes del viaje.

Cerré la boca y pestañeé. La información que me daban mis padres daba vueltas por mi cabeza, desbocada, sin rumbo, buscando un lugar donde colocarse. Recordé las palabras de Jean: "escucha pero no digas nada" y decidí hacerle caso.

- ¡Ufff! - resoplé - pues si que he estado mal -. Creo que ya me encuentro mejor, aunque no recuerdo nada de estos meses, siento como que ayer fui a cenar con mis compañeros para ultimar el viaje. Bien, creo que debo ir al médico y después, si todo está bien, olvidar esto y retomar mi vida. ¿No os parece?

- Claro - respondió mi madre rápidamente -. el doctor Muriel esperaba esta llamada y seguro que te hará un hueco lo antes posible. ¿Quieres que le llamemos ahora?

- No mamá, gracias. Lo haré yo misma cuando llegue a casa - le dije. 

Desde luego no tenía pensado llamar al médico, no al menos de momento y desde luego no al doctor Muriel, quien había sido médico de la familia durante muchos años y en quien no sabía si podía confiar que no hablara con mis padres después de verme. Todo resultaba tan extraño...

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